James, un joven escéptico y curioso, decidió desafiar las advertencias y explorar la mansión. Con una linterna y una mochila, cruzó el portón oxidado y avanzó entre la niebla que cubría los jardines marchitos. La casa estaba en ruinas, pero aún conservaba una atmósfera opresiva. Apenas puso un pie en el umbral, la puerta se cerró detrás de él, como si lo atrapara.

Dentro, un hedor a carne podrida y humedad le provocó arcadas. El suelo estaba cubierto de polvo, pero en el aire flotaban partículas extrañas, como restos de piel y cenizas. La linterna iluminó retratos antiguos con rostros deformados, ojos vacíos y sonrisas sádicas. Al avanzar, comenzó a escuchar el eco de pasos y jadeos.

Entró en una sala donde encontró huesos dispersos y muebles cubiertos de manchas oscuras. Alrededor de la habitación había figuras humanas, o lo que alguna vez fueron humanos: cuerpos colgados en ganchos, pieles desgarradas y rostros mutilados, congelados en un último grito. Era como si el tiempo se hubiera detenido en el momento de su muerte.

De pronto, sintió una mano fría que se posó en su hombro. Se giró lentamente, y ante él estaba un ser de apariencia cadavérica, con carne putrefacta y ojos blancos que lo observaban sin expresión. El monstruo abrió la boca y emitió un susurro ronco:

“Uno más para la eternidad…”

James trató de correr, pero una multitud de brazos esqueléticos surgieron del suelo, inmovilizándolo. Sintió garras filosas que le rasgaban la piel, arrancando trozos de carne mientras su visión se desvanecía. Su último aliento fue un grito desgarrador que se unió al coro de lamentos en la mansión maldita.

A la mañana siguiente, solo quedaron manchas de sangre y su linterna rota. La gente de Blackwood sabía que nadie volvería a ver a James… pero las noches de tormenta, su grito se sumaría al coro de los atrapados en la casa.

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