En un museo pequeño y poco frecuentado de antigüedades, ubicado en el centro de una ciudad gris y lluviosa, existía una sala destinada a objetos prohibidos. La sala, apenas iluminada y cerrada al público, contenía artefactos recogidos de diferentes culturas y épocas, objetos que, según las leyendas, estaban malditos. Uno de los más enigmáticos y temidos era una máscara de madera oscura, conocida como "La Máscara del Lamento".
La máscara había sido descubierta por un arqueólogo en una tumba oculta bajo una montaña en algún lugar de Asia Central. Tallada con gran detalle, mostraba el rostro de una figura atormentada, con ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso. Los expertos creían que pertenecía a una antigua civilización desaparecida, una cultura que veneraba a los espíritus del inframundo. Según los pocos escritos traducidos, la máscara había sido utilizada en rituales para "guardar el dolor" de aquellos condenados a un destino espantoso.
Los pocos que conocían la historia de la máscara contaban que aquel que la usara sería capaz de ver y oír los lamentos de las almas perdidas, atrapadas en el lugar donde se realizaban sus sacrificios. Se decía también que, una vez colocada, la máscara no podía ser retirada, y quien la usaba estaba destinado a escuchar los susurros y gritos de los condenados hasta el fin de sus días.
La última persona en intentar usar la máscara fue un conservador del museo, un hombre obsesionado con descubrir los secretos de aquel objeto. Una noche, después de horas de investigación, decidió ponerse la máscara. En el instante en que la colocó sobre su rostro, sintió un frío que le caló hasta los huesos, y la habitación comenzó a oscurecerse. Poco a poco, comenzó a escuchar un susurro que se convertía en un grito desgarrador. Vio sombras y figuras distorsionadas moviéndose a su alrededor, atrapadas, extendiendo sus manos hacia él en súplicas silenciosas.
Horas después, lo encontraron en el suelo del museo, con el rostro cubierto por la máscara, inmóvil. Intentaron retirársela, pero estaba firmemente adherida a su piel, como si hubiera crecido sobre su rostro. Desde entonces, la sala de los objetos prohibidos fue clausurada, y la máscara quedó abandonada en la penumbra, aguardando su próxima víctima.
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